mayo 2

El día en que Europa se quedó sin eufemismos

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Una de las cuestiones cuya existencia pone en duda la sin duda merecida tranquilidad del Ser Humano, es aquella que se formula en relación a la necesidad que éstos tienen de los monstruos. La causa de tal consideración es tan sencilla como atroz.

Que los monstruos sigan siendo necesarios determina que ellos y solo ellos seguirán siendo responsables de todas aquellas aberraciones que, por su crueldad ya sea en lo concerniente a la fase de planeamiento, o en la de ejecución, resulten totalmente improbables de adjudicar al género humano.

Resultará pues que el día en el que los monstruos sean innecesarios, la Humanidad correrá sin duda un grave peligro.

Nada hay más aterrador para el Hombre, que la de encontrarse a solas con una conducta monstruosa. Bien pensado, quizá una cosa, solo una cosa, pueda resultar más aterradora; enfrentarse a ella sin miedo, porque en el fondo se reconoce en ella.

Identificar la mirada de un monstruo supone, sin duda, reconocerse en la monstruosidad. El Hombre, a lo largo de la Historia, se ha pasado siglos y milenios descifrando el terror, barruntándolo primero, admirándolo después; para finalmente perseguirlo de forma indiscriminada.

Conforma el terror una de las más evidentes y a la sazón primitivas formas de la a menudo poco venturosa relación que el Hombre ha mantenido con el poder. El terror, ya sea como procedimiento (destinado a conseguir el poder), o como concepto (constituyendo en sí mismo una más que reconocible, evidente, forma de poder), se ha erigido en sí mismo como acicate más que evidente de cuantos han conformado la larga lista de protocolos que a lo largo del tiempo que transcurre desde la consecución de la que denominamos Edad Moderna, han presidido la forma de hacer, determinando con ello la forma de pensar, de todos cuantos han supuesto algo, fundamentalmente en Europa, pero por qué negarlo, también en todo el mundo.

Podremos así pues inferir sin excesivo riesgo de caer en error, que en la búsqueda del poder, y su consecución violenta, fundamentalmente mediante el desarrollo y la imposición violenta de procederes o recursos, se halla de una forma u otra directamente implementada entre las causas que con mayor definición pueden ayudarnos a dilucidar los motivos por los que, por ejemplo, tantas veces hemos determinado cuando no tratado de demostrar que el Siglo XIX no finalizó realmente en 1899. Y si no lo hizo fue porque los complicados procederes sobre los que descansaban los complejos conceptos que habían permitido averiguar el extinto siglo como uno de los más importantes de toda la Historia de la Humanidad, necesitaban de una prórroga para lograr la satisfactoria conclusión de sus méritos y deseos.

Sin caer en la contradicción propia de sobrevenir sobre la conclusión vertida, inferir de la misma cualquier suerte de inferioridad en lo concerniente a las propias capacidades del Siglo XX, llegar a pensar en el mismo como un mero corolario de la centuria anterior, al menos en lo concerniente a capacidad de gestación de desasosiego, sobre todo cuando éste va directamente dirigido contra la propia especie, supondría sin duda un ejercicio de bondad, cuando no de servilismo, tan poco edificante como del todo innecesario, sobre todo si tenemos en cuenta la desmesurada inversión en procederes destinados a desarrollar la maldad conservada desde el XIX, que se esmeró en desarrollarse a lo largo del Siglo XX.

Todo lo expuesto vendría a resumirse en algo así como que la incapacidad para establecer la frontera entre los siglos XIX y XX se encuentra justificada a partir de la identificación primero, y aceptación después, de que tal frontera, de existir, no supone más que un reducto conceptual, por ser los límites absolutamente borrosos. La causa, parece evidente, pues no se trata ya de que entre ambos periodos se puedan y deban establecer vínculos de complementariedad, sino que mucho más que eso, la relación que une a ambos periodos es inevitable a la par que unívoca. Ambos periodos se encuentran vinculados por medio de unos lazos tan imprescindibles como por otro lado inescrutables; dando con ello forma a una realidad conceptualmente solo asimilable a la que procede de constatar la existencia de hermanos siameses: Las identidades de ambos son perfectamente reconocibles, sin embargo, la supervivencia de ambos depende de la concepción que de ambos se haga como una estructura única e indivisible en términos de funcionalidad.

Sin embargo, la independencia de las estructuras mentales garantiza independencia en los pensamientos. Aunque la relación, cuando no el fuerte influjo, acabará manifestándose como una realidad imposible de negar.

Podemos por ello decir que las primeras décadas del Siglo XX transcurrieron bajo una suerte de apatía que ni siquiera podemos catalogar como propia, pues las causas, o por ser más concretos, los idearios cuya no consecución se revelaban como la verdadera causa de la frustración de aquellos primeros hombres del Siglo XX, no les pertenecían, toda vez que sus raíces se hundían en lo más profundo del XIX.

Habremos pues, si de verdad queremos no ya conocer sino como mucho intuir, las verdaderas causas que acabaron por traducirse en las motivaciones de estos hombres; de retroceder en el Tiempo hasta el Siglo XIX, pues allí y solo allí se encuentran las respuestas a las preguntas que contestan a la mayoría de las atrocidades que la búsqueda del poder, y el desarrollo que en pos del mismo se hizo de la terrible máquina del terror, nos llevan a redundar en el XIX las competencias propias del XX.

NIETZSCHE, FREUD, WAGNER, BISMARCK (del que mañana se cumplen 201 años de su nacimiento), se erigen pues en mucho más que personajes, en manuales de instrucciones cuyo desarrollo conceptual resultará determinante para comprender los cauces por los que esta suerte de simbiosis establecida entre el XIX y el XX empezó a ser de carácter mutualista, pero pudo acabar siendo un fracaso parasitario.

La causa de tamaña desazón: Adolf HITLER. O para ser más precisos, la concatenación de desastres conceptuales que acabaron por auparle como una suerte de catalizador, destinado a convertir en plausible el resultado de la combinación química otrora imposible que pudiera devengarse de los principios resultantes en caso de hallar la manera de combinar los procederes y los pensamientos de los protagonistas arriba mencionados.

Adolf HITLER, o para ser más precisos, lo que a partir de ahora pasaremos a denominar el asunto A. HITLER se muestra ante nosotros como algo cuya complejidad ha de ser entendido como algo más que el resultado de una mera o siquiera accidental concatenación de situaciones contextuales o vitales, para pasar a ser considerado como una suerte de enmienda a lo explicitado hasta el momento:

Nacido en el XIX, será sin duda la suerte de protección que del mundo le será brindada por lo especial, algunos dirán que enfermizo de la educación recibida en el ambiente familiar, materno por ser  más precisos; lo que redundará en una personalidad que más allá de cualquier consideración que siempre a posteriori podamos llevar a cabo, promoverá de forma activa la consecución del ideal conceptualizado en el XIX, tomando para ello todos y cada uno de los mecanismos que a título de procedimiento, le serán proporcionados por el Siglo XX.

Vendrá pues HITLER no ya a unificar las exigencias conceptuales de los personajes del XIX. Lo que es peor, identificará de forma plena en el arranque del XX el cúmulo de circunstancias capaces de permitir la inclusión de forma ordenada de todas las premisas llamadas a conformar el escenario desde el que llevar a cabo la consecución de todos y cada uno de los sueños de poder que hasta entonces no habían visto satisfechas sus demandas. Y lo que es peor, observó la plena competencia de cara a la construcción y puesta en marcha de la mayor máquina de terror que hasta ese momento había contemplado la Humanidad.

Abrumados pues por el exceso de equipaje, renunciamos siquiera a cambiar el contexto temporal. Tan tremenda era la tarea, que resultaba más ventajoso cambiar a los protagonistas, antes que enfrentarse a la modificación del escenario. ¿El por qué? Sencillo: El contexto no era nuevo, pertenecía, como decimos, a un pasado cercano, tan cercano que ni siquiera se había extinguido del todo. Resultaba por ello mucho más sencillo iniciarse en las labores destinadas a hacer sucumbir al Hombre.

O, más bien al contrario, a reforzarlo en sus tesis de origen.

Comienza así el drama de la gestación tramposa del Hombre del Siglo XX. Una farsa toda vez que la misma no trata sino de la transfiguración del que habitó, con todas sus consecuencias, en el XIX.

Como tal, en el mismo son del todo reconocibles las acciones del nuevo Doctor FRANKENSTEIN. Y como tal, en el mismo resultan perfectamente reconocibles las consideraciones propias de un engendro. Si el monstruo es el resultado de la unión incoherente de retales procedentes de la muerte, materialización suficiente del que se supone mayor fracaso del Hombre; nuestro Hombre del XIX resulta de una unión, no mucho más afortunada, de elementos incoherentes entre sí:

FREUD parecía destinado a surtir de esencia al monstruo. Una personalidad propicia para sustituir la ausencia dejada por la incomparecencia de un alma.

NIETZSCHE vendría a aportar la conciencia, elemento imprescindible para hacer al monstruo consciente de lo que le rodea.

WAGNER era el responsable de la estética, a saber, un baldío sustituto de la conmiseración, cuando por sus actos ni siquiera de tal es digna el Hombre.

Y mientras Europa callaba expectante, siendo testigo y por ello cómplice del que se gestaba como el mayor tabú al que la historia moderna nos abocaba; los sucesos del 30 de abril de 1945 vinieron quién sabe si a salvarnos, toda vez que nos enfrentaron con nuestros miedos, toda vez que nos permitieron identificarlos, haciendo por ello posible que hoy los reconozcamos de nuevo.


Nicolas EYMERICH (Inquisidor Mayor de Aragón)

Cronista del Futuro, pues soy de los que sortea obstáculos convencido de llegados al actual momento de la partida, ya todas las cartas descansan sobre el tapete. Es así que el buen jugador será el competente para formular las preguntas adecuadas, pues todas las respuestas han sido ya dadas.

Jasón depositó la felicidad en una meta con forma de oro. Yo creo que la felicidad se encuentra en el camino, correspondiendo a cada uno el deber de encontrarla

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Escríbeme a nido@elnidocaotico.com. Pon en el asunto: para El Inquisidor

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