noviembre 21

Y CUANDO EL POLVO Y EL HUMO SE LEVANTARON

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Bosque de Compiègne, Francia. Aún es noche cerrada, y  la niebla procedente de los ríos Oise y Aisne,  compañera inseparable de los diplomáticos allí desplazados desde hace varias jornadas se muestra impasible un día más; convenciendo a los mismos de que el paso del tiempo, cuando se refiere como algo imperturbable, ejercitado quién sabe si como muestra del deleite propio de lo dogmático acaba por constituirse en un privilegio al alcance tan solo de los dioses. Y ellos saben que no lo son, aunque bien visto de titanes sí que podría considerarse la labor que se les ha encomendado. Pues sobre ellos recae la forma y el fondo bajo el que se habrán  de redactar los términos del armisticio llamado a poner fin a la que por entonces era aún la Primera Guerra Mundial.

Europa se desangra. Desde aquel 28 de julio de 1914, momento en el que se considera formalmente cumplido el protocolo a partir del cual considerar iniciada la guerra; hasta este 11 de noviembre de 1918, en el que por fin los cañones están llamados a callar su discurso de muerte; lo único que ha cambiado es que la tierra del Viejo Continente se ha visto una vez más cubierta de sangre, la procedente en este caso de los más de nueve millones de almas que dieron su vida por algo que, en el mejor de los casos, aceptaron era demasiado complicado siquiera para ser por ellos comprendido.

Puestos a mirar, y por supuesto no tan solo con los ojos del presente sino incluso con los propios de aquel momento, lo único que entonces y ahora está claro es que una vez más, como viene siendo habitual desde que los procesos históricos merecen tal consideración (lo que se sufraga con que de los mismos se guarden crónica); Europa se ha acostumbrado, dramáticamente cabría decirse, a convertirse en el escenario en el que tienen lugar cuantos acontecimientos están de una manera u otra destinados a resultar trascendentales, aún cuando tal trascendencia no estuviera llamada a quedar limitada a los límites que le son propios. ¡Y lo peor del caso es que tales consideraciones, ya fuera desde el punto de vista de su inicio, o del momento llamado a conformar sus conclusiones, generalmente se llevaba a cabo desde la imposición armada!

Sin embargo, el escenario que postula no solo la conflagración en si misma, como sí más bien la toma en consideración de la sucesión de acontecimientos llamados en su condición de inconclusa a erigirse en elemento fundamental de la misma, nos obligan a tomar cada vez más en serio lo aportado por las tesis que hablan de la Primera Guerra Mundial como una conclusión;  la conclusión de un proceso que tiene su origen en lo más profundo del concepto europeo, y su tiempo en el desarrollo de la paz armada, denominación ampliamente aceptada y que por sí sola puede resumir el ambiente que de una u otra manera circunscribe toda la naturaleza histórica del siglo XIX.

Enlazando desde luego de manera para nada accidental con las disposiciones ya tratadas en lo concerniente al fenómeno que constituía en sí mismo el Sacro Imperio Romano Germánico, será la disolución de éste, que como dijimos acontece a principios del siglo XIX, concretamente el 6 de agosto de 1806 con la abdicación de Francisco II, lo que por primera vez desde hace casi un milenio ponga a Europa en la tesitura de tener que hacer frente por sí sola, es decir, huérfana de la tranquilidad que aporta el saberse imbricado en la maquinaria de estructuras de carácter por encima de lo nacional; a situaciones que bien podríamos decir pueden considerarse innovadoras tanto por la magnitud de los elementos involucrados, como por lo ingente de los medios y recursos puestos en juego.

Porque por primera vez, y ese es sin duda otro de los elementos fundamentales que han de ser muy tenidos en cuenta; la magnitud material de los medios y elementos llamados a tomar parte no solo en los procesos previos, sino por supuesto también en los propiamente llamados a considerarse tiempos de guerra si es que la misma llegaba a erigirse en una opción; es de tal calado que un grave error tanto de concepto como de estrategia habría de ser considerado el que cometeríamos si nos negásemos a aceptar la importancia de los mismos no solo en su condición de elementos mediadores, sino considerándose ellos mismos como elementos tomados en consideración como objeto del hecho beligerante en sí mismo.

Porque si bien no ya el hecho territorial como sí más bien el propio de la necesidad de mantener vivo el concepto de nación y de espacio vital imprescindible para el sostenimiento de esa nación (el Lebensraum alemán), se erige sin duda en la causa conceptual llamada a hacer comprensible cuando no a justificar el conflicto, no es menos cierto que tal consideración se hallaba implícitamente integrada en la génesis de la ya considerada estructura supra-nacional, lo que viene a justificar en si mismo la naturaleza del debate.

Con todo y con ello, lo que sin duda merece ser especialmente tenido en cuenta es el hecho por el cual la original naturaleza de muchos de esos medios y fines ya comentados, suponen por sí mismos una novedad de tal calado que resultan inaccesibles tanto desde el punto de vista de las formas, como por supuesto desde el del fondo, a los medios convencionales, por definición los preeminentes una vez más para llevar a cabo la comprensión y posterior toma de decisiones en estos casos.

Como ejemplo de lo mentado, basta con echar un vistazo a lo desafortunado que de llegar a darse, podría resultar el diálogo entre los representantes de una vieja economía, y los agentes activos llamados a desarrollar una suerte de revolución llamada a imponer en Europa una nueva forma de economía basada en la implementación de una sin duda incipiente tecnología, la cual, estando aún en pañales, se bastaba y se sobraba por sí sola para poner de manifiesto los grandes cambios que estaban por llegar.

Cambios que eran del todo, imparables. Cambios que en sí mismos se erigían en activadores de una nueva economía, llamada a la vez a imponer una sociedad del todo nueva. Y enfrente, enarbolando las tradiciones, metafóricamente ubicadas en el sable de gala de los piqueros del Heiliges Römisches Reich; un concepto, a lo sumo una idea: Pervivencia o desaparición. Y claramente fue la segunda la opción finalmente amparada.

No se trata ya de que la Primera Guerra Mundial constituyese, que lo fue, el primer ejemplo a gran escala de implementación de la tecnología en sí misma como instrumento bélico llamado a poder decantar la balanza por uno u otro de los bandos implicados; como así fue. Se trata más bien de que la Primera Guerra Mundial puso de manifiesto la insalvable brecha que se abría entre los que todavía creían luchar por la gloria hegemónica de un Reich representado por alguien de la talla de Bismarck; y los que lo hacían simplemente (y en la naturaleza del adverbio figura la contrariedad), arrastrado por el ímpetu de un nuevo status social que hacía de la velocidad, de lo instantáneo, su fuerza a la par que su medida.

Por ello, comprender una confrontación en la que tenía pleno sentido la configuración de asaltos en los que convivían los usos medievales representados por las cargas de caballería, enfrentados a las incipientes armas automáticas y a los cañones, ha de servir sin duda para demostrar la tesis de que no ya la guerra en si misma, como sí más bien el contexto en el que la misma se desarrolla, responden ambos en su totalidad al drama propio al que ha de enfrentarse una sociedad que tiene la desgracia de vivir un instante en el que dos épocas se solapan, privando a sus contemporáneos del derecho a saber si ellos son dignos merecedores de una época propia.

A tal, que no a otro, fue al compromiso al que se dedicaron los hombres que en aquel vagón de tren, en aquella vía muerta de aquella localidad distante algunos ochenta kilómetros de París, estaban llamados a firmar el tratado que pondría fin al conflicto hasta ese momento más inconcebible al que como Hombres nos habíamos enfrentado.

O al menos eso creían ellos…


Nicolas EYMERICH (Inquisidor Mayor de Aragón)

Cronista del Futuro, pues soy de los que sortea obstáculos convencido de llegados al actual momento de la partida, ya todas las cartas descansan sobre el tapete. Es así que el buen jugador será el competente para formular las preguntas adecuadas, pues todas las respuestas han sido ya dadas.

Jasón depositó la felicidad en una meta con forma de oro. Yo creo que la felicidad se encuentra en el camino, correspondiendo a cada uno el deber de encontrarla

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Escríbeme a nido@elnidocaotico.com. Pon en el asunto: para El Inquisidor

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