abril 6

La paradoja de Messner

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Todas las mañanas, tengo por costumbre escuchar un rato la radio francesa, en particular la crónica diaria de Pierre Haski, un veterano con un largo recorrido como corresponsal internacional (criticado por su visión europeísta demasiado idealizada… Nadie es perfecto).

Lo que más me llama la atención de sus crónicas es su intento de dar “visibilidad” al paroxismo del sufrimiento, el que padecen poblaciones oprimidas desde siempre y que, por tener esta desdicha casi sinónima de su condición ontológica, ya se han convertido en invisibles, por no decir en indeseables. Son los refugiados hacinados en campos convertidos en estercoleros, vendedores callejeros indios que han perdido su subsistencia diaria, palestinos atrapados en la violencia cotidiana de sus territorios alambrados… A estos eternos marginados de la Humanidad se les abandona más que nunca a su triste suerte y hasta se les atrinchera dentro, ahora que están a su vez amenazados por la pandemia del Covid-19. “La miseria es una fortaleza sin puente levadizo”, dice Albert Camus.


Pierre Haski predica en el desierto… En el turno de intervenciones de los oyentes, un señor deja caer que una de las causas de la pandemia es un exceso de población. ¿Qué parte de la población insinúa que sobra? Dudo que se refiera a la suya. A cambio, siguiendo su supuesta lógica maltusiana, si fuera necesario un sacrificio, ¿estarían condenados de antemano los pordioseros? Huelga preguntar: ya lo están. El sacerdote Maurice Joyeux, de la ONG francesa Service Jésuite des Réfugiés basada en Atenas, se aleja del pathos cuando suplica: “sé que en estos momentos no se les puede pedir más a los franceses, que ya están sumidos en la angustia, pero es una cuestión de dignidad evacuar con urgencia a los refugiados”. Desde 2015, han ido llegando a la isla griega de Lesbos hasta 21.000 refugiados que malviven hacinados en chabolas insalubres. Con la aparición de los primeros casos de contagio por el Covid-19 en la isla, la policía griega desbordada ha decidido aislarles herméticamente, sin posibilidad de salir ni de recibir recursos o protección sanitaria.  “Su situación se está convirtiendo en una bomba de relojería sanitaria y una vergüenza humanitaria para Europa…”, añade el jesuita.


A su vez, Occidente, frente a sus propias penurias, también tiene que tomar decisiones salomónicas: ¿a quién dar en prioridad los escasos respiradores? A los que tienen más proyecciones de vida si se salvan: a un paciente joven le queda en principio más recorrido vital que a un anciano. ¿La versión cínica? Un anciano inválido es una carga para una sociedad programada para el productivismo desenfrenado, mientras un joven seguirá siendo un trabajador, un mayor contribuyente y sobre todo un mayor consumidor.


Cualquier ser vivo, ante la consciencia de que está amenazada su vida, concentra todas sus fuerzas en mantenerla. En los casos de hipotermia severa, la sangre abandona las partes de su recorrido que no juzga vitales para concentrarse en los órganos que sí lo son. Lo saben bien los alpinistas que perdieron extremidades congeladas en accidentes de montaña, y más aún los que tuvieron que abandonar a compañeros moribundos cuyo lastre iba a poner en entredicho su propia vida. Ninguno lo hizo de buen grado. Así, Reinhold Messner fue acusado injustamente por sus antiguos compañeros de cordada de haber abandonado a su hermano Günther en su desafortunada expedición al Nanga Parbat en 1970. Ellos mismos habían dejado por muertos a ambos hermanos Messner al emprender el descenso…


Esta fuerza imparable, que empuja cualquier ser vivo hacia la supervivencia, tumba hasta la más utilitarista de las éticas consecuencialistas… Es esta voluntad del poder nietzscheana que el filósofo alemán ilustró con la metáfora del sipo matador en su obra Más allá del bien y del mal: una planta trepadora y parásita que se agarra a un roble (hasta estrangularlo) para elevarse por encima del techo del bosque y llegar así al sol vital.


Vale… Pero no somos plantas. Somos seres dotados de una razón que nos lleva a tener este concepto de dignidad kantiana al que se refería Maurice Joyeux. Frente al peligro de muerte de nuestros congéneres, me atrevo a desear que nuestra capacidad compasiva consiga ser la que se eleva por encima de un egoísmo motivado solo por el miedo irracional y la indiferencia.


Recuerdo a Malak, una niña siria que una ONG iraquí filmó en un campo de refugiados en Grecia. Murmura, más que habla, a la cámara, con su vestido rojo demasiado grande, su cabecita despeinada y la sonrisa invencible de los niños que consiguen extirpar el más mínimo resquicio lúdico de cualquier situación:


– “¿Dónde está tu padre?, le pregunta el cámara.

– murió en la guerra… La pregunta, seguida de un silencio demasiado largo del entrevistador, le da a la desesperación una ocasión pérfida para volver y recordar a la niña dónde se encuentra y por qué. Sus grandes ojos verdes se hunden y la sonrisa esboza un desvanecimiento que la siguiente pregunta consigue vencer. La cara de la niña vuelve a iluminarse con la expectativa. Se lo tomaría casi como un juego…:

– ¿Pudiste desayunar o comer o cenar algo? Ya es demasiado para la pequeña. Con un gesto de pudor que quiebra el corazón más blindado esconde su llanto silencioso detrás de su manita magullada…


Me c… en la voluntad del poder y en el sipo matador y en mi impotencia pequeñoburguesa de estar aquí, confinada a salvo con todas las comodidades (y más), con la suerte no merecida de haber nacido en el buen lado de la barrera, mientras millones de niños como Malak están teniendo un calvario por toda infancia.



Nathalie

Nathalie Pedestarres nació y se crio en Toulouse. Tras sus estudios, sintió la necesidad de salir a ver mundo y se fue a vivir unos años en Canadá, en Inglaterra y en España. Su trabajo de reportera también la llevó a viajar por todo el planeta, pero es en Madrid donde finalmente fijó su domicilio. Ejerció periodismo durante más de 20 años, antes de rendirse ante la precariedad del oficio, pero sin perder nunca la vocación. 

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