mayo 8

Nuevamente sobre el arte y los artistas

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Imagen de portada realizada con foto de la obra de Lui Liu

«La belleza artística no consiste en representar una cosa bella,

sino en la bella representación de una cosa».

Immanuel Kant

Agradezco la benevolencia con la que el Inquisidor ha acogido mis heréticas palabras sobre el arte. ¿Será que vivimos el declive de los métodos inquisitoriales que tan entrañables tradiciones ha sabido establecer en nuestro país? Recomiendo su revitalización mediante la audición de la canción La hoguera (de Javier Krahe, un genio).

Comentaba en mi anterior escrito a propósito de la obra de Bach y del arte en general que "El arte occidental siempre ha estado al servicio de los poderosos en su intento de demostrar públicamente su poder y mantenerlo" y que el arte "ha sido y es, en general, un eminente artificio de manipulación de masas al servicio del poder político, religioso o económico-financiero".

Sin negar el contenido del escrito, una desconocida aunque seguramente bella lectora ha argüido que "no creo ser la única que todavía disfruta con la contemplación de pintura y escultura".  Habrá que decir que a muchos nos pasa lo mismo, por lo que resulta necesario indicar por qué puede gustarnos el arte a pesar de estar mediatizado y al servicio del poder.

El arte presenta características ambiguas. En la obra del artista prima la adhesión a un estilo determinado, propio de la época y sujeto a las convenciones sociales, en las que de forma directa o indirecta ha intervenido el poder. Pero también percibimos la propia emotividad personal del artista y su forma característica de ver la vida y entender las cosas. Son precisamente esas emociones humanas y características personales que impregnan la obra y desde las que se crea, las que nos conmueven o seducen en la experiencia estética.

Lo que nos impresiona del arte es la correspondencia que encontramos entre la representación y nuestra propia emotividad y forma de entender la vida. Lo que nos impacta y conmueve de la obra artística es la adecuación de lo representado a nuestra propia subjetividad. Una obra artística nos ofrece la realidad de una forma en la que nos sentimos identificados y atraídos. La obra artística trata de suscitar la emotividad del contemplador, bien sea esta de carácter sentimental, de miedo, de interés y ansiedad por la acción, etc.

Cuando vemos una película nos sentimos conmovidos por lo que la película nos cuenta, nos hace revivir algo. El espectador acude a la obra con la expectativa de sentir una emoción: cómo puede ser eso de tener un amor, revivir una aventura, sentir la intriga, la sorpresa, el sobresalto… en el despliegue de la acción. En el caso del teatro, esta representación es más vívida, los actores están ante nosotros y aunque sabemos que imitan, su acción e interpretación nos arrastra  y nos sacude. En definitiva, el cine, el teatro, la literatura, las artes plásticas, nos suscita la emoción, nos hacen sentir, estar vivos, revivir emociones. Y en esta sociedad, en la que la experiencia vital individual está  disminuida y reemplazada por sucedáneos promovidos por el poder político y el capital, el cine y por extensión, la producción audiovisual, acaba convirtiéndose en complemento si no en  sustituto de la vida y reemplazo de la fuente real y vital de emociones.

En el caso de la pintura y de la música el impacto sobre el espectador es más sutil, al desaparecer el despliegue temporal (pintura) y espacial (música). Por ello, la percepción de la emotividad sólo se puede percibir de forma intuitiva y fugaz.

¿Dónde queda entonces la influencia del poder en medio de tanta emotividad en la creación y la contemplación de la obra? Precisamente en eso, en la emotividad. El arte transmite mensajes y convence no con palabras sino con emociones.

Los temas que elige el artista para la representación están en plena correspondencia con la realidad social dominante de la época. En primer lugar, por la funcionalidad: en el caso de la música, la pintura, la escultura, la arquitectura… la obra de arte está marcada por las necesidades de los poderosos: música religiosa, retratos de hombres y mujeres ilustres, esculturas (estatuas) en el entorno público a la vista de todos destinadas a conmemorar o enaltecer a personajes ilustres, edificios públicos también con eminente funcionalidad y carga interesada: iglesias, palacios, ayuntamientos, lonjas de contratación…

En segundo lugar, el estilo artístico, del que el artista difícilmente se va a escapar. Románico sencillo cuando la iglesia operaba en un entorno campesino y rural; gótico, cuando hubo que llevar la idea religiosa a la naciente burguesía y artesanado avanzado de la ciudad medieval; renacentista con el auge del comercio a gran escala europeo; pompa y artificio barroco cuando hubo que deslumbrar a las masas y mantener la adhesión de los creyentes en la pugna catolicismo-protestantismo; clasicista, cuando a la burguesía le interesó, al contrario, desplegar un estilo íntimo y accesible, de líneas simples y regulares; realismo y romanticismo en pleno auge de la Revolución industrial, del apogeo del individualismo y el subjetivismo, etc. etc.

La percepción del artista está necesariamente intervenida por las categorías sociales vigentes en cada momento, por encima de las cuales no podrá elevarse impunemente. Se trata de la "jaula de hierro" de la que hablaba Max Weber, donde los individuos permanecen confinados mental e ideológicamente en ámbitos definidos por el poder de los que no pueden escapar por considerarlos estados naturales no impuestos, no visibles. Estados mentales e ideológicos de los que el artista participa plenamente, cuando no los promueve, consciente de las ventajas personales que eso supone y que el espectador comparte complacido ante el encuentro y la recomposición de la identidad perdida en su vida dolorosamente escindida.

En tercer lugar, la intervención del poder en la eliminación de toda expresión artística ajena a lo establecido. Nos gusta el arte, aunque sea burgués, porque no conocemos otra cosa. En definitiva, nos gusta el arte porque es burgués y se adapta a los gustos burgueses, interiorizados por todos nosotros. Pero ello corresponde a una forma histórica de organización social, ello no fue siempre así, no siempre gustó el arte de los poderosos. En realidad, sólo gusta ahora. El progreso de la sociedad burguesa ha supuesto la desaparición del arte popular, eminentemente campesino, practicado en comunidad, la música, el canto y el baile de remota tradición. Desapareció también el arte aplicado, asociado a los objetos de la vida cotidiana, propio del artesanado. Ambas clases sociales, desaparecidas con el desarrollo del capital y desaparecidas también para siempre sus formas artísticas propias, alejadas del arte académico oficial, plenamente integradas en su vida cotidiana.

En la sociedad burguesa, se sublima todo lo concerniente al arte y no se tiene en cuenta la artificiosidad mediante la que se creó y alcanza la máxima expresividad y significado para el espectador/contemplador. En la producción artística se combina la creatividad del artista, basada en su sensibilidad subjetiva, con el uso de estrictas técnicas formales aprendidas y dirigidas a dotar a la obra de arte de sentido. No hay arte sin artificio, no hay contemplación sin aplicación de reglas de entendimiento.

Cuando en una composición de Bach se abordan los pasajes en los que los fieles se postran culpables y arrepentidos ante su Dios, el compositor echa mano de su conocido motivo de notas descendentes en obstinato, que suscitan en el oyente un sentimiento de postración, culpabilidad. A ellas sigue una serie ascendente, generadora de elevación y reconocimiento hacia lo alto. Bach no hace más que utilizar el gesto psicológico de inclinarse, agachar la cabeza, arrodillarse ante alguien implorando perdón y el gesto equivalente de alzamiento de la mirada y extensión de brazos hacia lo alto con ocasión del reconocimiento y expresión de júbilo hacia alguien. Todo ello nos conmueve porque hace revivir en nosotros esas sensaciones, reavivando nuestra emotividad.

Chopin echó mano de su peculiar y personal emotividad en sus conciertos y obras para piano. Una emotividad conformada por los gustos de la época romántica, estilo que junto con el realismo, forma parte indeleble del gusto burgués actual.  Pero a la emotividad propia del compositor, se añaden conocidas técnicas compositivas: secuencias ascendentes y descendentes, pasajes en crescendo o diminuendo, escalas mayores y menores, cambios de tonalidad, repeticiones, variaciones, contrastes de motivos, cambios en la instrumentación, solos, masas orquestales, cambios de tempo… Técnicas compositivas que además de responder al gusto de la época tienen una clara efectividad a la hora de movilizar el estado de ánimo del oyente.

Las películas de acción, en las que se muestran personajes poderosos o invencibles no reflejan más que el propio deseo del guionista, director y actor en confluencia con los deseos inconscientes o no de los varones,  que tan aficionados son a tales producciones, en el contexto de una sociedad andrógina, en la que se fomenta entre los hombres el gusto por la violencia, la competitividad y el enfrentamiento bruto. Cada estilo de película (aventuras, comedias, dramáticas, terror, musicales, ciencia ficción, bélicas…) tiene una técnica determinada y una forma de enganchar al público. Cada estilo encuentra su público y cada público alimenta un estilo, nadie va a escapar de esa lógica.

Finalmente, es arte sólo lo es cuando es económicamente productivo; se desconocen o ignoran obras de arte que no redunden en un cashflow para alguien derivado de su venta, reproducción o exhibición. Curioso y extrañó arte este que tanto nos conmueve, en connivencia execrable con una sociedad organizada para el lucro económico incesante de una minoría.

En definitiva, convertir la cultura en una forma de ocio, en una clase de diversión. Arte para los ratos de ocio, ocio para la recomposición mental y corporal de los trabajadores para una nueva jornada laboral. Conversión de la cultura en negocio, en industria, en sector económico creador de puestos de trabajo sin los cuales no se da la extracción de plusvalía, es decir, en fabricación de objetos culturales aptos para el consumo masivo. Fabricar ya no objetos de arte sino artefactos para el consumo de individuos con apetencias y necesidades homogéneas.

Reducción del soporte material del arte a lo audiovisual, al soporte virtual desmaterializado. Convertir el interés por el conocimiento y la emoción artística en mercado segmentado, en función de los intereses y preferencias de consumidores diferentes: novelas, series televisivas y película de tesis, de terror, de acción, novela policiaca, de aventuras, romántica, arte conceptual, pop, de vanguardia…: "para todos hay algo previsto, a fin de que ninguno pueda escapar" (Adorno, Th W. y Horkheimer, M., Dialéctica de la ilustración. La industria cultural,  Ed. Trotta, 1998, p. 168). Quedar atrapados ante tanta manipulación interesada y supresión, ocultación o banalización de lo que no conviene, de tal forma que nos parezca que no hay nada más, que nunca hubo nada más y que nunca dejará de haber lo que hay, porque lo existente forma parte de la naturaleza de las cosas y del "hombre" y todo está bien así y no de otra manera.

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Para finalizar, os propongo la audición del Momento Musical, opus 16 nº 4 en mi menor de Sergei Rachmaninoff. Es una muestra de sonata post-romántica, en la que se utiliza una secuencia incesantemente repetida de seis notas con la mano izquierda para denotar un ambiente de intensidad y tragedia, cuando en realidad no está pasando absolutamente nada, más allá de la sugestión obsesiva e hipnótica que el compositor recrea con su técnica. Cualquier oyente no familiarizado con el movimiento romántico quedaría asombrado y extrañado con esta audición, como quedaron los oyentes de Beethoven con sus primeras obras.

Autor: Paco Serrano

"Qué hago yo aquí"

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