mayo 3

El complejo de Sancho Panza

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Sospecho que me pueda meter en camisa de once varas al opinar sobre la idiosincrasia española. Es delicado hacer una crítica (aunque pretenda ser constructiva) de un aspecto “endogámico” cuando se es de fuera… Pero en este caso, la perspectiva “exótica” de alguien que lleva aquí 17 años y que ama España, con sus virtudes y hasta con sus defectos, vale lo que vale.

Así que, para empezar, no valoraré la legitimidad de la autocrítica a la que se entregan ad nauseam, todos estos días de confinamiento, cronistas de toda calaña y ciudadanos de mente abierta. Las opiniones de cada uno valen lo que valen y estoy de acuerdo con algunas. Sin embargo y dadas las circunstancias, creo que - parafraseando al emperador Adriano de Marguerite Yourcenar- no vale sólo buscar en cada uno las virtudes que no tiene, sino valorar más el cultivo de las que tiene.


En este sentido, coincido con el primer ministro portugués Antonio Costa en tachar de “repugnantes” [sic] los reproches que hizo el ministro de finanzas holandés, Wopke Hoekstra, a aquella Europa del Sur: según él, España e Italia, supuestamente por no haber hecho los deberes en materia de reformas fiscales, no merecerían ahora la solidaridad incondicional del resto de los ¿buenos alumnos? de la UE (los del Norte, se entiende…) cuando se ven asolados por la pandemia del covid-19. Hablamos de más de 53.000 muertos (a día de hoy…), sólo para Italia y España, lo que hace del término solidaridad un pleonasmo. Nunca ha sido tan vacío de sentido el concepto de “unión” europea que durante esta crisis inédita.


¿Qué sabe Hoekstra, ese funcionario de cuello blanco, de lo que el pueblo español ha estado padeciendo, esta última década, para levantar cabeza tras la última crisis financiera? Seguramente no más de lo que saben los holandeses que veranean baratito en nuestras costas o los que compraron allí pueblos enteros en liquidación.


España sí que ha hecho los deberes, mal que le pese a la memoria selectiva del señor Hoekstra. De 1996 a 2004, es uno de los únicos países de la zona Euro que cumple estrictamente los objetivos del Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Hasta la revista The Economist  la consagra entre los países más virtuosos de la UE en materia de finanzas públicas. Para ello, España adhirió a pie juntillas a la doxa económica neoconservadora y aplicó a rajatabla los diktats de la OCDE y de las autoridades europeas. Devaluó su moneda cuando hacía falta (y cuando aún podía hacerlo), desindustrializó y privatizó masivamente, reformó a la baja las leyes del trabajo y las pensiones, sustituyó al máximo el trabajo por el capital, consagró los criterios de convergencia nominal en su Constitución… Resultado: hoy, la industria española se ha esfumado; la precarización de las condiciones laborales sitúa España a la cabeza de los países europeos con mayor tasa de temporalidad; el endeudamiento de los hogares ha explotado (pasando del 65% del capital disponible en 1995 a 107% hoy, según datos del INE), alimentando la burbuja inmobiliaria que finalmente estalló, creando una ola de desahucios; la proporción del gasto social en el PIB español ha pasado de 23,8% en 1995 a 16,9% hoy (según datos de Eurostat)…


Con el estallido de la crisis financiera en 2008, España junto con los “países del Club Med” – como llamó despectivamente la derecha alemana a los países del sur de Europa- se vieron imponer humillantes medidas de austeridad extrema cuando estaban ya exangües… Una vez más, España acató y la economía remontó. La tasa de crecimiento del PIB real pasó de -3.0 en 2012 a + 2.0 en 2019 (según datos de Eurostat), pero ¿a qué precio? En aquel período, la tasa de suicidios aumentó en un 20% en España, que se sitúa ahora en el séptimo puesto del ranking de los países de la UE con mayor tasa de pobreza.


¿País del Club Med? ¿Alumno díscolo de la Unión Europea? En su excelente ensayo La Déconnomie, el economista francés Jacques Généreux demuestra cómo las medidas “punitivas” injustas, impuestas a los países del Sur, han sido contraproducentes: “las políticas macroeconómicas de estos últimos veinte años han seguido la lógica de un cirujano loco que le cortaría las arterias a un paciente que se está desangrando, vanagloriándose a la postre por haber solucionado la causa del accidente, a saber ¡un exceso de sangre!”.


¿Cómo es posible que sabiendo todo esto (o, justamente, ignorándolo…) siga oyendo a algunos de mis amigos o conocidos españoles decir “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”, justificando así  “lo merecido” sin cuestionarlo ni un solo momento, máxime cuando han estado entre los más perjudicados? Extrapolándolo a la parte de la población española con menos sentido crítico, no me explico esta fascinación mórbida por el castigo injusto y sobre todo hacia el castigador… Parece ser que -a excepción de una izquierda alternativa lúcida, tachada de manera simplista de “comunista” por no comulgar, con razón, con una doxa neoconservadora suicida- los “hombres del saco” septentrionales son los que tienen razón, sencillamente porque han sabido presionar oportunamente donde más duele: un complejo de inferioridad injustificable, sutilmente alimentado desde hace décadas a base de prejuicios baratos (léase “la Europa Club Med”…) que hasta los españoles han asumido como una verdad más.


Recuerdo aquel pasaje tan famoso de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes, en el que don Quijote, embaucado por las recomendaciones absurdas del mago Merlín, le pide a su fiel escudero Sancho Panza que se dé 3.300 azotes para romper el supuesto encantamiento de Dulcinea del Toboso… España está dispuesta a darse los miles de azotes, por lealtad ciega a una ideología charlatana, creyendo que así se romperá el “supuesto” encantamiento de su desdicha económica. Ya es hora de cambiar el éxtasis del penitente por un poco más de amor propio. 



Nathalie

Nathalie Pedestarres nació y se crio en Toulouse. Tras sus estudios, sintió la necesidad de salir a ver mundo y se fue a vivir unos años en Canadá, en Inglaterra y en España. Su trabajo de reportera también la llevó a viajar por todo el planeta, pero es en Madrid donde finalmente fijó su domicilio. Ejerció periodismo durante más de 20 años, antes de rendirse ante la precariedad del oficio, pero sin perder nunca la vocación. 

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