febrero 13

Tomás de Aquino, del dilema de la verdad, a la existencia de Dios

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Bien podría ser que alguien ponga el grito en el cielo, si comienzo la presente aseverando que, en contra de lo que pueda parecer, el Cristianismo comienza su andadura no tanto con la muerte de Jesús de Nazaret (figura cuya existencia resulta incontestable si nos atenemos a las afirmaciones de cronistas de la talla de Marco Aurelio); como sí tras las acciones que se desencadenarán a la sombra de los efectos que tras la compulsa del Edicto de Milán, en el 313 de nuestra era, los neo cristianos, a saber impulsados por la corriente de la Patrística, consigan entre otras cosas descoser lo que otros tan bien habían cosido, desencadenando toda una serie de acontecimientos que tendrán como principal consecuencia la perversión de una verdad, al lograr que aquello que el Emperador TEODOSIO aprobara, que no era otra cosa que la incorporación del Cristianismo al catálogo de relaciones y creencias propias de la práctica dentro del Imperio, acabar viéndose trasladado de manera obviamente interesada a la substanciación del argumento en base al cual los cristianos dejaron de ser literalmente echados a los leones, para pasar a ser ello virtualmente quienes decidieran qué o quién  había de perecer, en este caso de manera más civilizada, o sea, al humor de las hogueras.

Será así pues que hasta el siglo VIII, sobreviviendo con ello a la propia caída del Imperio Romano de Occidente (476 d.C) las líneas que vendrán a definir el camino en pos del cual habrán de transitar todos los intentos de transcendencia, pasarán inexorablemente por el férreo control de una, no lo olvidemos, nueva institución, que se verá obligada a desarrollar auténticos malabares, construyendo por un lado todo un edificio real, mientras configura toda una corriente epistemológica.

Puestos en situación, al menos en apariencia, hemos igualmente de configurar la realidad desde unos previos en base a los cuales los implicados se hallan sometidos a la doble presión que supone el tener que diseñar todo un nuevo escenario, sin poder ni improvisar, ni por supuesto inventar nada. Y todo porque la fuente, a saber las palabras de Dios, (ya sea éste en su versión gnoseológica, o en su versión trinitaria, es decir como hijo de tal Dios, supuestamente dejó dicho, cuando no ejemplificado, lo que se espera de un buen cristiano.)

Estamos pues hablando de la Patrística. Hermoso periodo donde los halla, en el que como decimos toda corriente, ya sea de pensamiento o de fe, pasa inexorablemente por los denominados Padres de la Iglesia.

Es la época de personajes como Agustín de Hipona y su inigualable obra “La Ciudad de Dios”; y de otros como Anselmo de CANTERBURY, generador de pensamiento sin igual, como demostrará el desarrollo de su argumento ontológico.

Pero en cualquier caso, lo que une, y a la par separa a estos maestros constructores, de cualquier presunta consideración de estafa, pasa por la inquebrantable verdad de que ellos ciertamente se creían a pies juntillas todo lo que su pensamiento escenificaba. Y no se trata de una contradicción, toda vez que como hemos aclarado específicamente, la obra de estos grandes viene a compendiar no solo lo que se considera virtud en términos de creencia, como también lo que compone las bases de desarrollo de lo que habría de ser el catálogo de conducta científica, de haber existido tal a modo de vademécum esto es, de habernos encontrado en pos de desarrollar algo así como “la Enciclopedia” que siglos después otros desarrollarán.

Sea como fuere, lo cierto es que lo que compone el hilo conductor de este  por otro lado enorme proceder, pasa como podemos imaginarnos por la implementación de la que será una de las grandes cuestiones.

No se tratará tanto de discutir la existencia o no de Dios, no debemos olvidar que se trata de pensadores que tienen cercenada su libertad, ya sea de manera consciente o inconsciente, en tanto que son creyentes; sino más bien de discernir sobre qué argumentos, si los que proceden de la fe, o los que proceden de la observación, han de ser más dignos de atención, sobre todo en los casos en los que las conclusiones procedentes de unos y de otros acaben en franca, o en simple confrontación.

Citamos, aunque sea de respetuosa pasada, la obra del genial AVERROES,  el cual vendrá, en su exposición de la Teoría de la Doble Verdad, a poner de manifiesto el primer catálogo serio de las cuestiones reales que afectan al ser, y que a saber pasan por enfrentarse a la consideración de las tres cuestiones que monopolizan el pensamiento medieval a saber:

  • El problema de la existencia de Dios.
  • La relación entre la razón y la fe
  • La cuestión de la existencia de universales.

Sucumbirá la Patrística en la búsqueda de respuestas a estas preguntas, dando paso de manera inexorable a la Escolástica.

Es la Escolástica, sin el menor género de dudas, la consolidación del mayor esfuerzo epistemológico desarrollado por el Hombre en toda la Edad Media. Heredera natural de la Patrística, convergen en la Escolástica la superación casi visceral de muchos de los vicios dogmáticos que habían convertido en casi impenetrables si no a todos, sí a la mayoría de los misterios en los que el Cristianismo se había visto obligado a encerrarse en pos de sobrevivir; dando paso a una suerte de esperanza, basada en la, por otro lado vana ilusión, procedente de pensar que razón y fe podrían, de alguna manera, llegar a cohabitar de alguna manera.

Constituye seña de identidad de la Escolástica, el hecho de que su surgimiento mismo ha de buscarse en el interior de los monasterios. Incipientes refugios del saber, el interior de los muros que tales edificios celebran, conforman un espacio que va mucho más allá de las consideraciones humanas. Son los monasterios no ya solo refugio de hombres, cuando sí más bien reductos del saber, al guarecerse en ellos unas veces de manera evidente, otras de forma casi clandestina, los últimos retazos del saber que constituye nuestra única manera de asomarnos al reencuentro con lo que fueron nuestros antecesores.

Se consolida así pues el Cristianismo a partir en este caso de su propia evolución. Una evolución que bien podría considerarse un tránsito, al pasar de los argumentos de autoridad, a veces viscerales, a los desarrollos de consideraciones dotadas de auténtica valía filosófica, como viene a suceder con el que a la postre se erige hoy en nuestro protagonista, y justificante de todo lo desarrollado hasta el momento.

Nace Tomás de AQUINO en el transcurso de uno de los grandes debates que literalmente traerá de cabeza a la Iglesia entre los siglos XII y XIII, y que en términos prácticos se manifestará en el cisma que de facto constituye la dispersión del rebaño Cristiano. Será así pues que el nacimiento de la Orden de los Franciscanos, cuyo máximo representante será Guillermo de OCKHAM, en contraposición directa a la Orden de los Dominicos, en la que por otro lado se halla enclavado nuestro protagonista, escenifican uno de los muchos cismas que se avecinan, concatenado en pos, en este caso, a una de las cuestiones con mucho más importante: “¿Tuvo o no tuvo Jesús acceso o vinculación a las cuestiones materiales?

Lejos de perdernos o de desarmarnos en cuestiones de tal trascendencia, será suficiente con resumir la postura de Tomás afirmando que éste representa el que hasta el momento fue el mejor intento filosófico por hacer viable una dualidad entre filosofía aristotélica, y fe cristiana.

Afirma Tomás, a modo de centro gravitacional de pensamiento, que Filosofía y Teología son distintas. Desde tal aseveración, resulta comprensible aceptar que las conclusiones emitidas por cada una de ellas son distintas, lo que nos lleva a solucionar el problema de la doble verdad planteado por Averroes afirmando que no es posible contradicción entre razón y fe. Así, si bien ambas se gobiernan sobre campos comunes, lo cierto es que son constitutivos de verdad los dogmas revelados esto es, aquellos que siendo conocidos por la fe, son comprensibles mediante la razón.

Se trata así pues de aceptar, de manera inexorable como es obvio, la existencia de una Teología Revelada. Gracia de Dios para con su creación, a saber el Hombre, dicha revelación nos aproxima certeramente a ese campo de verdades que resultan accesibles únicamente desde la fe, verdades que sobrepasan pues, la capacidad de la razón, constituyendo una suerte de verdades suprarracionales.

Se trata pues, de la enésima consideración que se hace del denominado “Problema de los Universales”, a saber, consolidación de la duda en pos de cómo hemos de aceptar la existencia de ciertas cuestiones, tales como la existencia de, por ejemplo el Hombre, un árbol, o por supuesto la propia idea de Dios.

Convergen en este parecer Tomás de Aquino, con Alberto Magno, consolidando la que se habrá en llamar “Visión del Realismo Moderado”, que se resume en la posibilidad de considerar que tales universales son producto de la mente, la cual accede a la realidad que a tales cosas le son propias. O sea, tienen su fundamente en las cosas como tal (in re)

Se trata pues, y ahí radica la importancia para nosotros, de un proceder desde el que se adivina sin ningún tipo de esfuerzo un claro aditamento aristotélico, que servirá de claro precedente para la exposición de las “Vías Tomistas”

Compendio maravilloso de cinco fundamentos a partir de los cuales resulta “evidente” la existencia de Dios, lo cierto es que las cinco vías configuran un escenario que concluye la larga búsqueda que la Escolástica había iniciado con el “Argumento Ontológico de San Anselmo” el cual, a grandes rasgos persigue una suerte de consolidación de la idea de Dios neta y universal, comprensible en tanto que tal por todos los hombres, lo que lleva inexorablemente a aceptar la tesis de una suerte de verdad innata, inducida pues, por Dios.

Desde semejante consideración, plantea Tomás un compendio de valoraciones según las cuales, y siguiendo los realismos aristotélicos, principalmente la certeza del “Motor Inmóvil”, y las paradojas que le son propias, para cuya resolución resulta indefectible la aceptación de una figura “neta e inexorablemente a priori”, por ende, Dios; quedando así pues siempre desde la óptica de su autor, la certeza de que Dios existe.

Morirá así pues, un siete de marzo de 1274, Tomás de Aquino, neta y absolutamente convencido de que, evidentemente, a puesto fin a la duda de si Dios es o no accesible para el Hombre.

 No digo, ciertamente, que él persiguiera demostrar la existencia de Dios, obviamente para él tal duda no existe. Digo sin más que lo que pensó verdaderamente daba valor a su obra, fue el establecimiento de un puente, sus cinco vías, que bien podrían servir para comunicar el mundo de lo divino, con el mundo de lo humano.


Nicolas EYMERICH (Inquisidor Mayor de Aragón)

Cronista del Futuro, pues soy de los que sortea obstáculos convencido de llegados al actual momento de la partida, ya todas las cartas descansan sobre el tapete. Es así que el buen jugador será el competente para formular las preguntas adecuadas, pues todas las respuestas han sido ya dadas.

Jasón depositó la felicidad en una meta con forma de oro. Yo creo que la felicidad se encuentra en el camino, correspondiendo a cada uno el deber de encontrarla

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Escríbeme a nido@elnidocaotico.com. Pon en el asunto: para El Inquisidor

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